Un sabio y un guardián compartían la administración de un templo.
Cierto día, el guardián murió y fue necesario sustituirlo.
El sabio reunió a todos sus discípulos para elegir a quién iba a trabajar directamente a su lado.
Cierto día, el guardián murió y fue necesario sustituirlo.
El sabio reunió a todos sus discípulos para elegir a quién iba a trabajar directamente a su lado.
- Voy a presentarles un problema. – dijo el sabio.
- Aquel que lo resuelva primero será el nuevo guardián del templo.
Terminando su cortísimo discurso, colocó un banquito en el centro de la sala. Arriba de este había un jarro de porcelana carísimo con rosas rojas adornándolo.
- Aquí está el problema. – dijo el maestro.
Los discípulos contemplaban perplejos lo que veían: los dibujos sofisticados y raros de la porcelana, la frescura y la elegancia de las flores. ¿Qué representaba aquello? ¿Qué hacer? ¿Cuál sería el enigma?
Después de algunos minutos, uno de los discípulos se levantó, miró al maestro y a los alumnos a su alrededor. Después, caminó resueltamente hasta el jarro y lo tiró al piso, destruyéndolo.
- ¡Eres el nuevo guardián! – le dijo el sabio al alumno.
Ni bien él volvió a su lugar, explicó:
- Yo fui bien claro: dije que ustedes estaban delante de un problema. No importa cuán bello y fascinante sea el problema, tiene que ser eliminado. Un problema es un problema. Puede ser un jarro de porcelana muy raro, un lindo amor que ya no tiene más sentido, un camino que necesita ser abandonado, etc. Solo existe una manera de lidiar con el problema: atacándolo de frente y no eludiéndose con su apariencia externa.
Así somos nosotros delante de los desafíos que nos son presentados. Para que alcancemos los resultados, tenemos que ir con todas nuestras fuerzas contra ellos.
